El 25 de febrero,
Miércoles de Ceniza, se estrenó en Estados Unidos La Pasión de Cristo,
el filme dirigido por Mel Gibson, el actor/director norteamericano que quiso
brindar – costeada por su bolsillo – un testimonio de fe católica. El lector de Criterio que tenga la
buena voluntad de leer esta reseña se encontrará no sólo con la crítica
cinematográfica de una obra de indudable valor artístico, sino también con el
testimonio de una experiencia personal y profunda frente a un film visceral.
Los medios de comunicación
han dado amplia cuenta, durante el rodaje, la post-producción y las
proyecciones previas al estreno (incluso una para el Papa), de la tormenta
creada por la película. En Estados
Unidos, la polémica ha sido agria, y generada
por la combustión de elementos disímiles: el contexto anti-cristiano, o post-cristiano
desde el que operan los grandes medios de comunicación, la acusación de
anti-semitismo, y una campaña publicitaria exitosa entre la feligresía
protestante evangélica y los católicos.
El resultado ha sido, durante la primera semana de su estreno, una
extraordinaria repercusión de taquilla.
Un filme que costó 25 millones de dólares, recaudó en los primeros cinco
días 117 millones. Lo cual demuestra,
entre otras cosas, que en el marco de lo que aquí se llama “the culture wars”,
la confrontación deológica de valores morales y políticos en la arena pública –
simplificando, conservadores versus liberales, Bush y Kerry, en la próxima
contienda electoral – la película es avalada por una mayoría conectada con y
por el tema y mensaje de la película. El
establishment liberal rabia y tira dardos contra Gibson y la película,
mientras que un público calculado en más de cien millones sigue pagando con
gusto los siete dólares de la entrada.
Hollywood, por su parte, está desconcertado con lo que intepretó desde
el vamos como un “vanity project” del director, y que no tuvo interés en
financiar o apoyar con distribución.
La Pasión de Cristo
es una obra de gran audacia artística, desde una visión ortodoxamente católica
(terreno de teólogos y no críticos de cine), que brinda al creyente una
experiencia radical y brutal del sufrimiento de Jesús de Getsemaní al Gólgota.
En las páginas de Criterio
habrá un análisis del costado teológico y bíblico cuando se estrene el filme en
la Argentina. Y no es mi intención aquí ser redudante o pretenciosa. Mis observaciones sobre la ortodoxia católica
son las de una creyente, y como tal quisiera que fueran leídas.
Desde el punto de vista
cinematográfico, La Pasión de Cristo representa un uso maduro e
inteligente del lenguaje visual y sonoro del medio. Los aciertos comienzan, a mi juicio, con la
concepción del guión, que no es una combinación reverente o estrictamente
literal de los cuatro Evangelios. Aun
cuando sea una “versión” de los Evangelios, la visión artística ha buscado
sujetarse al texto y al espíritu de la Pasión.
Quienes recuerden La Pasión según Mateo (1964), de Pasolini, o La
Ultima tentación de Cristo (1988) verán immediatamente las semejanzas (los
tres fueron proyectos muy personales de sus realizadores) y también sus
profundas diferencias: en Pasolini, el impulso marxista, y en Scorsese, a
través de la novela de Kazantzakis, la confección de un Cristo confundido, que
adquiere conciencia de su misión salvífica recién en la cruz.
Gibson y su co-guionista
Benedict Fitzgerald se han tomado una gran libertad artística, por ejemplo, en
imaginar realísticamente al demonio y colocarlo como espectador de la Pasión,
de comienzo al fin, en paralelo y contraste dramático con la figura de la
Virgen María.. Es una mujer, calva y con
voz de varón, que tienta al Señor en el Huerto de los Olivos para que
desespere, reaparece en la flagelación, la Via Dolorosa y la Crucifixión, una
vez más con la tentación de la desesperación.
Al final lleva en brazos un enano deforme y viejo, representación
gráfica – como los orcos de Tolkien – de los estragos del pecado. La desesperación de Judas también está
“materializada” en la persona de dos niños malvados, de horrible semblante, que
lo hostigan hasta la escena del suicidio, junto al buñueliano esqueleto de un
burro cubierto de moscas. La
“materialización” del mal y su hostigamiento del bien (como en Tolkien y la
versión cinematográfica de Peter Jackson) es la manera artística como se
plantea el conflicto entre el bien y el mal con que abre San Juan su
Evangelio.
Este choque entre dos fuerzas
poderosas – que culmina con la victoria de la Resurrección – provee el arco dramático
del filme, cuyo clímax está dado con profunda belleza y emoción en el momento
que Cristo entrega su espíritu. Gibson
ha imaginado que Dios Padre deja caer una lágrima desde el cielo: la cámara,
colocada muy en alto, sobre las tres cruces del Gólgota, sigue en cámara lenta
la trayectoria de esa lágrima y cuando ésta toca las rocas del suelo estalla el
terremoto que marca la muerte de Cristo.
El impacto es monumental.
El desarrollo cronológico
de la Pasión – otro de los hallazgos del filme – está entrecortado por breves flashbacks,
dos de los cuales son licencias poéticas para trasmitir no sólo la profunda y
tierna relación entre Cristo y su madre sino la humanidad del Señor durante sus
años de treinta años de vida oculta, como hijo y carpintero de profesión. Los otros flashbacks tienen una misión
importante, “materializar” el sentido de la obra y dar el contexto a personajes
como María Magdalena, ofreciéndonos – sin palabras – su punto de vista. Pero donde los flashbacks y la técnica
del montaje – la piedra angular del lenguaje cinematográfico – alcanzan su
punto culminante es el diseño del clímax:
la Crucifixión alterna con la Ultima Cena y la institución de la
Eucaristía. Para el espectador creyente,
este montaje en paralelo (presente desde D.W.Griffith en los albores del cine)
hace explícito y contundente –
“materializa”, una vez más – el sentido de la Pasión, y de esta película: el Cuerpo y la Sangre de Cristo se entregan
para la salvación de todos. Y no se necesita
ser teólogo para comprender la dimension del sacrificio, y la responsabilidad
de cada uno en la muerte del Señor.
Otro de los hallazgos es
el uso de arameo, hebreo y latín – lenguas inaccesibles para el espectador
común – porque, al desfamiliarizar la experiencia lingüística, se contextualiza históricamente la puesta en escena (aun cuando el latín de muchos actores tenga
una pronunciación italiana, y detalles de la ambientación no sean del todo
verosímiles, según los expertos).
Contemplar una historia tan entrañable y familiar entendiendo algunas
palabras o frases del Evangelio – Eli, Eli! Lemá sabactaní?, Ecce
Homo – es una fuente de gran emoción, porque el espectador se imbrinca en
el drama desarrollado frente a sus ojos.
Incluso, el breve intercambio inicial entre la Virgen y María Magdalena
es una transcripción literal del texto pascual judío – “Por qué es esta noche
tan especial? Porque es la noche donde fuimos salvados”. Desde una perspectiva cristiana, el uso de
este texto, simultáneamente universaliza la Pasión e incorpora sus raíces
judías.
El sufrimiento físico y
las vejaciones morales del Señor está presentadas con un realismo
escalofriante. De allí que, quien
percibe la brutalidad del castigo y la mecánica de la crucifixión – interminables
- fuera de un contexto cristiano, puede salir del cine escandalizado o perplejo
sobre la finalidad del filme. Pero si se
aferra a las últimas palabras del Cristo moribundo, “Señor, perdónalos porque
no saben lo que hacen”, el sentido esencial del cristianismo le llegará al
corazón.
La decisión de utilizar
actores no conocidos para el gran público trabaja a favor del filme, ya que son
tablas rasas que devienen los personajes tan familiares del Evangelio: al
seguirse una iconografía tradicional, renacentista, es fácil identificar a cada
uno. La actriz rumana Maia Morgenstern
(Estrella de la mañana, o Lucero del alba, en un bello caso de coincidencia
poética entre el nombre y el personaje) encarna a la Madre de Dios de manera
conmovedora. Una de las experiencias más
hondas de esta Pasión es seguir la relación de Cristo con su madre. La elección del actor norteamericano Jim
Caviezel para interpretar a Cristo también fue feliz, no sólo porque tiene el physique
du role – su Jesús es un carpintero acostumbrado al trabajo duro - sino por
la luminosidad interior desde la que compone el personaje.
Dejo de lado el tema del
supuesto antisemitismo de La Pasión de Cristo, porque en mi percepción
no lo hay. En un nivel puramente
fáctico, en la película, salvo Pilatos y los romanos, todos los demás son judíos, y los hay buenos y malos. El filme no incita al odio ni a la venganza,
ni habla de culpas colectivas per saecula saeculorum. Es verdad que no hay manera de presentar al
Sanhedrín como inocente del drama que desencadenó, y sí, Anás y Caifás son los
villanos de la historia. Pero interviene
la licencia poética para presentar a un sumo sacerdote que se retira disgustado
por lo sórdido del procedimiento, iniciado entre gallos y medias noches.
Participar de La Pasión
de Cristo, en un cine de barrio y envuelto en el fragor cotidiano, es
embarcarse, misteriosamente, en una experiencia que no puede calificarse sino
de religiosa. Pero es lo que ocurre
cuando – recordando el concepto griego de “teatro”, una forma de contemplación
– los espectadores creyentes asisten al sobrecogedor drama de la Pasión, Muerte
y Resurrección de Quien da sentido a nuestra vida
No comments:
Post a Comment